Durante los últimos años, Chile ha carecido de políticas públicas digitales. Han escaseado las medidas concertadas y de largo plazo que orienten las decisiones que toma tanto el Estado como los privados en el marco de los múltiples desafíos a los que nos expone el rápido desarrollo digital. El resultado de esto -entre otros- es que cuando se trata de decisiones derivadas del avance digital nuestros gobiernos suelen tomar decisiones erráticas, efectistas y sin mayor coordinación, ansiosos por subirse al carro del nuevo concepto de moda: un día será el big data, otro el bitcoin, luego será la inteligencia artificial. Y así.

Esta situación -de la que Chile no es el único ejemplo, por cierto- podría ser anecdótica, un ejemplo más de improvisación. Pero en condiciones de crisis como la que vivimos en estos días, se transforma en un problema mayor.

Hace un par de días el Presidente Piñera anunció una aplicación para obtener “clave única”. La aplicación utilizaba un proceso de reconocimiento facial para obtener la verificación de identidad -y así evitar aglomeraciones en las oficinas del Registro Civil- con graves problemas de seguridad. Después de algunas horas, el Registro Civil anunciaba que ya no estaba disponible. ¿Cómo fue el proceso de decisión dentro del Registro Civil para concluir la necesidad de esta aplicación y su idoneidad? ¿Cumplía la aplicación protocolos mínimos de protección de datos personales? ¿Qué políticas de tratamiento tenía Idemia Group, la empresa desarrolladora del software? Preguntas que permanecen sin respuesta clara.

Adicionalmente, durante las últimas semanas han circulado en distintos medios ideas para aprovechar las inmensas capacidades de empresas de telecomunicaciones y de tecnología para vigilar la ubicación de ciertos teléfonos celulares o la necesidad urgente de “liberar los datos de salud” para evitar la propagación del COVID-19. Esto parece incluso de sentido común. En condiciones excepciones y graves es posible -y algunos dirán que necesaria- la limitación de ciertas libertades básicas (desplazamiento, reunión, etc) en favor del interés colectivo.

Aun cuando esta limitación a derechos fundamentales se encuentre justificada, ello no significa que dicha medida no esté sujeta a algún control. Más aún, especialmente cuando se trata de circunstancias excepcionales es necesario preguntarnos más de una vez por la idoneidad de dichas medidas, su proporcionalidad y, en último término, de si son medidas que vayan a solucionar el problema que pretenden resolver. Sin ir más lejos, no existe evidencia convincente de la efectividad del uso de datos de teléfonos móviles para trazar la enfermedad y predecir su comportamiento en los casos de la crisis del Ébola en 2014 y del MERS en Corea del Sur en 2015.

Esta vez no se trata de conceptos tan modernos como artificiosos. Se trata de una emergencia sanitaria inédita, donde más que ideas y propuestas disruptivas e ingeniosas –que pueden crear nuevos problemas- necesitamos mayor coordinación, dirección y que actúe más la política. Es de esperar que no sea el pánico ni la seducción de la nueva tecnología de moda la que guíe decisiones en momentos tan difíciles. Ojalá que esta crisis nos entregue una nueva oportunidad para pensar en el valor de lo público, del acceso igualitario a derechos básicos como la salud, y a que las tecnologías digitales no tienen propiedades mágicas listas para ser implementadas y resolvernos todos los molestos problemas de la vida en comunidad.

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